Mensajepor JCS » 19 Ago 2010, 15:57
El Cisne - Mitología
Voy a contar una historia, con vuestro permiso. Una hermosa historia de ésas que pueden comenzar con el Érase una vez… (o a lo mejor nunca fue, vaya usted a saber: estamos tan acostumbrados a que todos los que creen que mandan, en vez de servirnos, nos cuenten historias hermosas, trágicas, patéticas y descabelladas, que uno acaba por liarse).
Como decía, se trata de una historia tenida por buena y veraz por personas (no todas, claro) que vivieron hace mucho tiempo y que, además, nos dejaron un legado tan impresionante que constituye los indestructibles cimientos que aún sustentan nuestra cultura y civilización.
El relato en cuestión se ocupa de la leyenda que justifica la presencia en el cielo de una de las constelaciones más bellas del hemisferio norte. Una constelación inconfundible hasta para muchos profanos y que preside las noches del verano boreal con su majestuosa presencia, como corresponde a su origen y a la figura que representa.
Me estoy refiriendo, desde luego, al Cisne (Cygnus, en latín, abreviatura internacional Cyg y genitivo Cygni).
No es de las más extensas, pero en ella podemos encontrar una considerable cantidad de objetos de interés para el astrónomo, tanto aficionado como profesional (recordemos que en ella se descubrió Cygnus X-1, uno de los más firmes candidatos, hasta la fecha, para ser ascendido al rango de Agujero Negro, con marchamo de autenticidad y denominación de origen (de todos es conocida la apuesta entre Stephen Hawking y Kip Thorne sobre el particular, en la que el matemático y astrofísico británico juega con ventaja. El de Cambrigde, puede que tenga algunas dificultades físicas, pero de tonto ni un pelo.
El hecho de encontrarse sumergida en plena Vía Láctea le presta un atractivo especial, pues más que volar, diríase que nada en el nutritivo río que vertió la diosa Hera mientras amamantaba, no sin disgusto, a su hijastro Heracles, viejo conocido nuestro (la gente de posibles es lo que tiene, pueden derrochar cualquier cosa aunque haya otros que lo precisen para sobrevivir). En cualquier caso, la pobre no sabía que los escarceos de su marido aún iban para largo.
Este cuento puede titularse El cisne y la princesa Leda (no Leia, ésa es otra), y existen al menos dos versiones de lo acontecido antes de que un puñado de estrellas fueran elevadas a la categoría de constelación.
Érase una vez, en un país y en un tiempo muy lejanos, una princesa de extraordinaria belleza llamada Leda. Su padre, Testio, era el poderoso rey de Etolia, región montañosa del norte de Grecia. Leda casó con Tindáreo, rey de Esparta, un país poblado por gente algo ruda y más dada a las pendencias vecinales que a otras formas más elevadas de cultivar el espíritu (son tristemente famosas las actividades festivas organizadas en el monte Taigeto para celebrar el nacimiento de varones escasamente dotados para las artes marciales).
Acostumbraba la joven Leda a dar largos paseos por las riberas del río Eurotas, acaso para apaciguar el aburrimiento que le ocasionaba la poca atención que su marido le dispensaba, más ocupado en ejercer de Miles gloriosus (perdón por el latinajo, aunque corresponda a una obra de Plauto, pero es que el griego se me da fatal) que en cumplir debidamente con su aburrida esposa. Pues he aquí que, durante uno de esos bucólicos periplos, acertó a ver a un cisne que se dirigía hacia ella en donoso planeo y, sin miramientos de ninguna clase, acometióla con el arma que estas encantadoras aves poseen (no el pico, desde luego) y que, al decir de los entendidos, no haría mal papel en una película X. El fogoso animalito resultó ser nada menos que el mismísimo Zeus, a la sazón presidente y director general de Olimpo S.A. (vamos, el jefazo en persona, digo en cisne). Según parece, la dama tampoco hizo ascos a los requerimientos de tan insigne personaje, consintiendo y participando en los arrumacos del citado. También se habla de una violación pura y dura, pese a no constar en los archivos policiales de la época denuncia alguna sobre tal atropello, de forma que el asunto permanece, a estas alturas, sin aclarar debidamente.
Al parecer, Leda, engolosinada con el episodio del río, esa misma noche yació con su marido, si bien la cubierta epidérmica del tosco guerrero carecía del delicado tacto que caracteriza a los ánades, sobre todo si son de origen divino; pero a “buen hambre no hay pan duro”, que reza el dicho popular. Como resultado de ambos ayuntamientos, cuentan las crónicas que Leda puso dos huevos (que nadie se ría, cosas más extravagantes nos han contado y ahí siguen), de los que nacieron cuatro vástagos. De uno de ellos, Helena y Polideuces, Polux para los romanos y supuestos hijos de Zeus; y del otro, Clitemnestra y Castor, hijos de Tindáreo –y no consta que el ornado esposo fuera quien acuñara la famosa frase de “¡Manda güevos!”, a la que tanto jugo sacó un valioso tribuno de nuestras últimas legislaturas–. Efectivamente, esta Helena es la de Troya, que con el correr del tiempo fue el origen de una conocida trifulca, puntualmente cubierta por un joven corresponsal de guerra llamado Homero, reportaje éste que más tarde se convertiría en la Iliada. Por cierto, Castor y Polux han sido siempre considerados como gemelos y así se hallan representados en la bóveda celeste con su propia constelación.
Otra de las versiones del mito afirma que Zeus, albergando intenciones poco ejemplares sobre Némesis, la diosa de la venganza y de la justicia (menuda pieza), dio en perseguirla adoptando la forma de diversos animales y monstruos. La habilidad para el regateo de la diosa hizo infructuosos los intentos de nuestro amigo para alcanzar su propósito, hasta que, cansada del tira y afloja, se transformó en oca y salió pitando por el aire. Ahí metió la pata (valga el juego de palabras), pues Zeus, ni corto ni perezoso convirtióse en cisne, logrando alcanzarla y de este modo dar satisfacción a sus afanes. De resultas de ello Némesis puso un huevo del que se deshizo (aún no existían clínicas especializadas) colocándolo junto a los muslos de Leda y de los que se ocupó con los resultados ya dichos.
Total, y ya termino, sea lo que fuere que ocurrió, el propio Zeus, orgulloso de estos hechos, colocó la imagen del cisne en los cielos, con sus nebulosas, cúmulos y dobles que ahora nos afanamos en contemplar. Como curiosidad, en esta constelación se encuentra una nebulosa planetaria conocida como Nebulosa del Huevo (RAFGL 2688). Ignoro si el nombrecito tiene algo que ver con los sucesos narrados.
LEDA Y EL CISNE
El cisne en la sombra parece de nieve;
su pico es de ámbar, del alba al trasluz;
el suave crepúsculo que pasa tan breve
las cándidas alas sonrosa de luz.
Y luego en las ondas del lago azulado,
después que la aurora perdió su arrebol,
las alas tendidas y el cuello enarcado,
el cisne es de plata bañado de sol.
Tal es, cuando esponja las plumas de seda,
olímpico pájaro herido de amor,
y viola en las linfas sonoras a Leda,
buscando su pico los labios en flor.
Suspira la bella desnuda y vencida,
y en tanto que al aire sus quejas se van,
del fondo verdoso de fronda tupida
chispean turbados los ojos de Pan.
Rubén Darío
Cuando el Dios requirió adoptar su cuerpo
casi lo intimidó sentir tan bello al cisne;
se dejó ir, extraviado del todo,
mas pronto su impostura lo hizo actuar,
antes de que pudiera ese desconocido
modo de ser ensayar.
Ella, abierta, reconoció a quien venía en el cisne
y supo de inmediato que él pedía algo que ella,
perdida en la lucha,
no supo defender.
Él descendió y, con su cuello, hizo a un lado la mano debilitada.
El Dios se extravió en ella,
sintiendo sólo entonces su plumaje
y fue de verdad cisne en su regazo.
Rainer María Rilke
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La sabiduría no se traspasa, se aprende