EL SECRETO DE MEDEA
Segunda parte
Una legión de sondas-robot había sido lanzada sobre la superficie y los océanos del planeta nada más entrar la "Argo" en órbita. Se trataba tanto de realizar un estudio preliminar sobre la biología medeana como de seleccionar un lugar adecuado para el primer descenso humano. Nadie desembarcaría en Medea en tanto no se estuviera más o menos seguro de que lo que se se iba a encontrar en la zona seleccionada sería relativamente inofensivo. No tardaron en descartar algunos lugares interesantes pero potencialmente peligrosos, donde de momento sólo irían los robots. Así, aunque desde el punto de vista biológico el bautizado por el ingeniero Xavier Iparraguirre como "País de los monstruos" (una isla de considerable tamaño situada al norte del ecuador de Medea, al oeste del continente bautizado como Ítaca) habría sido un lugar francamente interesante, la extraordinaria agresividad de las abundantes y formidables ratas-león que por allí pululaban desaconsejaba el descenso. Y más desde que contemplaron horrorizados a través de los ojos de una de las sondas robot cómo un grupo de cuatro ratas-león salidas de su escondrijo subterráneo descuartizaban y devoraban a una vaca de agua, una especie de anfibio del tamaño de un bisonte que pasaba la mayor parte del tiempo semisumergido en las marismas, fuera del alcance de sus depredadores. Por supuesto, los expedicionarios disponían de armas portátiles de gran potencia de fuego, pero no habían ido hasta allí para hacer un safari o luchar contra bestias agresivas. Mejor sería buscar un lugar más tranquilo.
Vaca de agua
Rata-león
Otro lugar en principio atractivo era el "País de las Hadas", un archipiélago formado por una docena de islas situado en un mar meridional. Por sus orígenes manifiestamente volcánicos el geólogo planetario Iván Cornichev había sugerido el lugar como adeduado, pero una inspección más cercana por una de las sondas enseguida aconsejó olvidarse del lugar, pues el robot fue sorpresivamente atacado y casi destruido por una bandada de extraños y poco sociables seres alados que recordaban vagamente a las libélulas, pero veinte veces más grandes. Lo último que trasmitió el robot antes de ser aplastado por algo fue la imagen de una de esas "libélulas" atacando y devorando a un congénere de menor tamaño, tal vez una cría.
-Vaya, veo que el canibalismo goza aquí de buena salud -comentó con sorna Iparraguirre.
-Es una buena estrategia de superviviencia cuando hay escasez de recursos o para eliminar posibles competidores -aclaró Samantha Yhu, zoóloga de la expedición.
-Pues entonces busquemos un sitio menos disputado.
Islote en el "País de las Hadas"
Todos estuvieron de acuerdo con la sugerencia de la comandante Ling Huang. La jefa de la expedición era una mujer de recio carácter y poco dada al aventurerismo. No le gustaban las situaciones incontroladas. Por eso se mostró sumamente satisfecha cuando localizaron una isla de suaves colinas cubiertas por unas raras plantas similares a grandes coliflores y recios y nudosos troncos que habían bautizado como árboles de agua, por la gran cantidad de líquido que retenían en sus copas. Aquél lugar abundaba en especies vegetales (la mayoría similares a los arbustos y helechos terrestres) y parecía un buen lugar para que la doctora Lara Sodoswki hiciese sus estudios de botánica. Y cuando todo estaba casi listo para el primer desembarco humano en Medea, la computadora de la nave hizo saltar la alerta. Algo que los sensores de uno de los robots exploradores habían detectado minutos antes sobre el frío norte no debía estar allí. O al menos allí no esperaban encontrarlo.
El Polo Norte de Medea
Comparado con el casquete polar austral de la Tierra, el helado polo norte de Medea no era más que un triste glaciar alpino en franca recesión. Cualquier región septentrional del Canadá o de Rusia vivía con diferencia inviernos mucho más duros que los de Medea. Pero era suficiente para mantener helado durante unos cuantos meses al año un pequeño mar polar por el que trotaban a sus anchas unas peludas criaturas que parecían surgidas de un extravagante cruce entre un papagayo y un oso polar. Con sus fuertes picos, los grandes
loros polares -como enseguida fueron bautizados por la doctora Yhu- se dedicaban a romper la banquisa polar a la caza y captura de los sin duda sabrosos
peces-alga, seres que parecían haberse quedado a mitad de camino entre un alga parda y una esponja.
Sin duda los loros polares habrían pasado junto a aquellos peculiares montículos de nieve en más de una ocasión y no les habrían prestado mayor atención que a cualquier otro elemento de su entorno, pero a los humanos que los observaban desde 600 kilómetros de altura les suponían todo un desafío. En las pantallas, las gráficas indicaban que bajo uno de los montículos había algo en cuya composición entraba el titanio, el aluminio, la fibra de vidrio y un tipo algo raro de polietileno. Además, había trazas de americio y helio 3. Pronto uno de los potentes rádares de apertura sintética de la nave mostró lo que había debajo de la nieve. Y lo que vieron dificilmente debía haber salido de las garras palmípedas de los loros polares.
Allí, bajo dos metros de nieve en una pequeña isla de un mar helado de Medea, reposaban los restos de un artefacto salido de manos de un ser inteligente. Una estructura cilíndrica de unos siete metros de largo por tres de ancho, en apariencia medio destrozada, rodeada de pedazos de metal y cables y rematada con lo que parecía ser una deformada estructura esférica. A no mucha distancia alguien parecía haber construido un improvisado refugio, una especie de iglú apresurado. Y a su lado, tres pequeños montículos de nieve y piedra dispuestos uno al lado del otro tenían una inquietante semejanza con tres tumbas.
Un espeso silencio reinaba en el puente de mando del "Argo" mientras las imágenes y los datos se sucedían en las pantallas. Pero al cabo de unos instantes, la grave voz del ingeniero de sistemas Koreshige Anami expresó lo que todos estaban pensando:
-Bien, parece que ya sabemos dónde va a aterrizar el "Jasón".
(continuará)